Foto: Subcoop

Septiembre 10, 2021.

Dos lógicas muy diferentes. Quienes insisten con el agronegocio, la megaminería y la explotación de litio como forma de desarrollo. Y, por otro, poblaciones y organizaciones que son la prueba de los impactos sociales, ambientales y sanitarios del modelo económico-político. Incendios, sequía histórica en el Río Paraná y propuestas de otras formas de habitar y producir.

Por Cecilia Gárgano* para «Tierra viva, agencia de noticias».

La proliferación de focos incendios vuelve a poner la lupa en las dinámicas productivas dominantes y en la insistencia por presentar a estos eventos como accidentales y aislados. Durante el 2020, sólo en el Delta del Paraná, se incendiaron 300.000 hectáreas. Durante 2021 se registraron 9253 focos de incendio. Solamente en agosto de 2021 se identificaron incendios en seis localidades cordobesas de Traslasierra (La Paz, Travesía, Quebracho, Luyaba, Cruz de Caña, y Guanaco Boleando). El Delta también vuelve a estar en llamas, desde el 20 de agosto el Gran Rosario amaneció bajo una cortina de humo proveniente de nuevos incendios en las islas. Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires: la geografía del fuego coincide no casualmente con la ruta del agronegocio.

En buena parte del Delta, con cifras que ya quedaron viejas y serán reemplazadas en breve por nuevos récords, más de 800 kilómetros de humedales del Paraná fueron arrasados. Este caso expone como pocos los efectos en cadena de la transformación predatoria del territorio argentino intensificada en las últimas décadas.

Si bien la quema para mejorar la oferta forrajera asociada a la actividad ganadera es una práctica histórica, de la mano de la expansión de la frontera agrícola (liderada por la soja) la cría de ganado se vio desplazada a las islas del Delta. Su intensificación cuadriplicó su presencia, y también la de los incendios. La “pampeanización” que opera homogenizando territorios, borrando su biodiversidad y uniformando los sujetos sociales agrarios en los “productores” que logran subirse al modelo mientras expulsa a la agricultura familiar y campesina, aquí tuvo su propia expresión.

Puesteros, isleñas, pescadores y hasta escuelas también se vieron desplazadas. Sumado a esto, en 2003 la nueva conexión vial Rosario-Victoria atrajo a los inversores inmobiliarios que pusieron su atención en las islas. Y fueron parte del conflicto por la tenencia de la tierra que involucra la privatización de tierras fiscales, en un proceso extendido de apropiación de los comunes.

El proceso de control y explotación del territorio ocupa un lugar fundamental en las dinámicas de los extractivismos en general, y del agronegocio en particular.

La Hidrovía Paraguay-Paraná, corredor de transporte fluvial de más de 3442 kilómetros de largo a través de los ríos Paraná y Paraguay que permite la navegación entre los puertos de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay, y Uruguay, también integra esta dinámica. Parte de la “Cuenca del Plata”, una de las reservas hídricas más importantes del planeta por el caudal de los ríos, la biodiversidad del área, y su extensión, tiene una importancia estratégica porque allí se comercializa la producción de granos y derivados agroindustriales de Argentina, Paraguay, Bolivia y parte de Brasil. Y expresa la conjunción de conflictos territoriales, socioambientales y económicos.

Su explotación y diseño es una de las principales muestras del entramado neoliberal persistente entre Estado y privados: el dragado y balizamiento de la Hidrovía fue concesionado en la década de 1990 cuando se privatizaron las cuencas navegables de Argentina. Las obras implicadas también han generado diversos impactos ambientales que incluyen los daños a los sistemas de humedales en detrimento de su capacidad de estabilizar los flujos del río. Y la histórica bajante del Río Paraná registrada en 2021 tampoco está desconectada de esta infraestructura. Como señala Álvaro Álvarez, en la zona del Paraná medio e inferior donde se encuentran diversas ecoregiones, como las islas y el delta del Paraná, los bosques y esteros del Chaco húmedo, los espinales y algarrobales pampeanos, y los pastizales de la Pampa Húmeda, es donde el megraproyecto de infraestructura IIRSA proyecta la mayor cantidad de obras.

Junto a las infraestructuras y a determinadas lógicas de poblamiento y despoblamiento, el territorio también opera como ámbito en el que se ejercen relaciones de poder, y se disputa su sentido. Mientras las movilizaciones persisten, en pleno estallido de nuevos incendios, la Ley de Humedales está cerca de perder estado parlamentario. El lobby en su contra involucra a los intereses más concentrados de capitales locales y extranjeros. Una vez más, los vínculos entre la especulación inmobiliaria, el agronegocio, y los desastres socioambientales se expone con violencia.

Foto: Eduardo Bodiño / Greenpeace

Lógicas de la fragmentación

¿Qué conecta los incendios en Córdoba con la quema de humedales en el Delta, la realidad de los pueblos fumigados y la actividad minera en Argentina? En forma persistente y recreando las mismas viejas promesas incumplidas, la matriz productiva del país se asienta en la explotación extractiva de los mal llamados “recursos” naturales.

El agronegocio está conectado a los incendios por los desmontes, por la expulsión de la ganadería a zonas marginales, y por las especulaciones inmobiliarias que están detrás de algunas de las quemas. La explotación de litio, que apunta a la Puna jujeña y anticipa uso intensivo de los reservorios de agua dulce, también aparece involucrada en tanto encontraría un freno en la protección de los humedales. La megaminería, otro de los engranajes fundamentales del mapa extractivista, desde su especificidad establece una conexión fundamental con estas otras dinámicas: también avanza disociando sus costos ambientales de los procesos de concentración de riqueza que agudiza.

Si históricamente las tierras fueron constituidas material y simbólicamente como “desiertos” para lograr su explotación capitalista, las legitimaciones presentes se asientan en lógicas que presentan como naturales a los desastres ambientales, sanitarios, y sociales generados por estos esquemas productivos. Todas estas prácticas productivas presentan sus daños socioambientales, estructurales y compulsivos, como accidentes y/o males necesarios para sostener la columna vertebral de la economía argentina.

El agronegocio lo hace mediante la apelación a los malos usos de “buenas prácticas agrícolas”, la actividad megaminera plantea a los desastres ambientales que produce como eventos nuevamente accidentales.

Lo que es presentado bajo la forma de un estado de excepción (incendios, sequías, inundaciones y derrames), es en realidad una lógica normalizada, parte estructural de un patrón de acumulación predatorio.

En tiempos de crisis y pandemia, el argumento de la encrucijada cobra nuevo ímpetu: o intensificamos las actividades extractivas en general, o nos quedamos sin PBI. La trampa es similar al vericueto legal que exige pruebas certeras para daños deliberados: estas actividades no solamente no constituyen soluciones verdaderas, sino que son parte fundamental del problema, y de su profundización. Salir de esta encrucijada demanda poner en cuestión las escalas productivas y los objetivos, pero antes requiere que quienes la sostienen como destino inexorable expliciten que esta “solución” es a costa del sacrificio inocultable de cuerpos y espacios vitales.

Después de veinticinco años de agricultura transgénica intensiva en biocidas, quienes experimentan en sus cuerpos los daños de la agricultura hegemónica deben continuar persiguiendo evidencia de los efectos sanitarios y ambientales. Aunque estos son ya inocultables (incluyen agua que ya no es potable por la presencia de plaguicidas y grupos familiares con daño genético) continúan siendo presentados como casos singulares, y las batallas legales se suceden lentas, una a una, sin criterios nacionales. Algo similar experimentan quienes viven los efectos de derrames mineros, como el que en 2015 contaminó al menos cinco ríos con solución cianurada en Jáchal, provincia de San Juan. Por su parte, si bien la población se asienta mayormente en centros urbanos, el denominado extractivismo urbano también apropia espacios comunes y hasta mercantiliza el tiempo de ocio mientras concentra el negocio inmobiliario.

Finalmente, sobre el territorio se ejerce una triple fragmentación. La primera a través del entramado jurídico lo desconecta de situaciones análogas, casi idénticas. En las diferentes localidades atravesadas por las mismas problemáticas asociadas a las mismas prácticas productivas las instancias legales recomienzan, deben generar evidencia probatoria, realizar y financiar relevamientos inexistentes, y sortear los tiempos propios del entramado judicial. La segunda fragmenta las experiencias de vida, también comunes. La tercera escinde las condiciones socioeconómicas de las socioambientales.

Frente a estas políticas de la desconexión son las propias poblaciones las que generan lazos entre sus vivencias comunes, ensayan estrategias para crear y recuperar antecedentes, reúnen lo escindido y tejen el puente borrado. El reclamo social insiste en la vía legal como estrategia para frenar la desprotección (como el viralizado pedido por #LeydeHumedalesYa!), pero al mismo tiempo explicita que la lucha es por otros modos de producir y habitar. Antes que la alternativa infernal termine de devorarnos.

*Investigadora Adjunta de Conicet, LICH-Unsam – [email protected]

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