Pensar en una política antinflacionaria que no afecte a los sectores sociales de menores ingresos tiene que ver con cambios profundos del modelo económico, del modelo productivo y de desarrollo. Claro, eso no se lo puede pedir a las coaliciones que hoy gobiernan o disputan la gestión del capitalismo en la Argentina.

Por Julio C. Gambina*

Un gran problema del capitalismo argentino es la inflación, sobre todo para la mayoría de la población que vive de ingresos fijos, encima bajos, con un costo de vida medido por una canasta mensual que está por encima de los 100 mil pesos. Una cuestión agravada ante un promedio de ingresos populares, salarios, jubilaciones, planes, que están muy lejos de cubrir ese valor. Al mismo tiempo señalemos que se trata un fenómeno con beneficio para la acumulación de ganancias y poder del sector más concentrado de la economía. Es un tema que se verifica en los datos oficiales de la distribución del ingreso a favor de los propietarios de medios de producción y en desmedro de los salarios.

La inflación tiene muchos perdedores y algunos pocos ganadores. No todos pierden con la inflación, al tiempo que la suba de precios expresa el debate político por la apropiación del producto social y al mismo tiempo por la búsqueda de hegemonía que pueda expresarse en la gestión política del capitalismo local. Por eso sostenemos que la inflación es un problema de base económica, pero debe analizarse completando con enfoques políticos, sociales, culturales, incluso psicológicos.

Para este caso, la remarcación de precios se asocia al “efecto contagio”, al “por las dudas”, o “quien sabe a cuanto se va el dólar”. Todas expresiones especulativas, que actúan sobre la subjetividad de los que “pueden” subir precios, más allá del volumen del negocio o actividad que despliegan. Quien puede incrementar los precios lo hace, sobre todo, cuando los precios evolucionan al alza, caso de la medición de julio pasado (7,4%) y la proyección anual en torno al 90%.

Un precio emblemático es el de las divisas, especialmente el dólar, empujado al alza por grandes productores y exportadores, atizados por los propagandistas (periodistas, comunicadores, panelistas, economistas y profesionales diversos), a sueldo de los medios de comunicación y sus intereses. El tipo de cambio al alza, aun cuando luego baje (llegó a 350 pesos por dólar en plena corrida cambiaria para luego bajar y moverse en estos días en torno a los 290 pesos por dólar), la señal hace que todo aquel que pueda subir los precios los suba.

No aludimos solo a los grandes fijadores de precios, sino también de aquellos sectores de servicios o la producción, cuya clientela con capacidad de pago avale la remarcación. Es más, pueden resignar ventas, pero mantener volumen en magnitudes para acompañar el proceso inflacionario y si pueden, lograr un alivio individual. Como vemos, son múltiples los factores que actúan en la fijación de precios en alza. Pero más allá de ese efecto en la suba de precios, la inflación también tiene impacto socio-político cultural en el grueso de la población, ya que la inflación es un gran “disciplinador” de la sociedad.

Política antiinflacionaria

Pensemos históricamente dos momentos claves de la economía argentina: uno al comienzo de la dictadura, y el otro en los 90 ser siglo XX, con el menemismo y la Alianza. El llamado plan Martínez de Hoz (1976), impulsó una política antiinflacionaria de shock, y claro, la situación económica que se vivía en esos años en la Argentina facilito la política de ajuste y de disciplinamiento social para la reestructuración reaccionaria del capitalismo local. Por detrás estaba el “terrorismo de estado” imponiendo el temor ante el dolor físico del miedo a la muerte, la desaparición o a la tortura.

También existió el disciplinamiento por la vía de una reforma económica social reaccionaria, en la cual se modificó la relación entre el capital y el trabajo (restricciones a la movilización y organización sindical y popular); en donde se iniciaron los procesos de reforma regresiva del estado para asignar nuevas y diferentes funciones al estado y privilegiar la asistencia al capital (privatizaciones y desregulaciones); pero también, nuevas relaciones internacionales para reorientar el vínculo de la Argentina con el capitalismo desarrollado.

Es identificable por sus impactos complejos, lo acontecido con las políticas antiinflacionarias vía convertibilidad entre 1991 y 2001. La inflación actuó como un disciplinador de la sociedad. Menem y Cavallo constituyen el eje para liderar un proceso de consolidación de la restauración conservadora empujada por la dictadura militar una década antes. Hasta sectores de la oposición valoraron la estabilidad macroeconómica lograda. Carlos Chacho Álvarez manifestó haberse “arrepentido” de no haber votado la ley de convertibilidad y llevó al ministerio de economía nuevamente a Cavallo. Se valoraba la “estabilidad macroeconómica” aun cuando se disparaba el nivel de la pobreza y la indigencia, crecía el desempleo, el subempleo y la flexibilidad salarial y laboral, en un marco de creciente precariedad.

El tema es que las políticas antiinflacionarias, las emblemáticas de la dictadura militar del año 1976 y subsiguientes, o de la década del 90, no solo con el menemismo si no con el gobierno de la alianza, lograron frenar la estabilización, pero con un costo social gigantesco. La inflación fue el ariete para inducir reaccionarios cambios en la economía, el estado y la sociedad argentina. En ese marco hay que pensar el sentido de cualquier plan de políticas antiinflacionaria en el marco del capitalismo.

En estas horas se anuncian la aplicación de la segmentación de las tarifas, que es una forma elegante de aumentar tarifas, ya que los subsidios estatales a las empresas tienen que reducirse y transferirse como costos a las familias, a los consumidores, a los usuarios. Resulta así un mecanismo de consolidación de la privatización, cuando lo que la Argentina debería discutir, incluso para intervenir en el tema precios e inflación, es el régimen energético de privatización, extranjerización y concentración, que tiene historia, precisamente en la dictadura militar y en los 90´.

Aquellas políticas antinflacionarias, de la dictadura militar o de la década del 90 contribuyeron a reestructurar reaccionariamente la economía, la política, el estado y la sociedad argentina. Por eso, en este momento de crecimiento de precios, más allá de si escala o no a los 3 dígitos, si se queda en 90% o si se proyecta más de 100%, y de cómo evoluciona en el 2023 y más adelante, la inflación tiene mucho de programa psicológico, social, cultural, político, para intentar disciplinar a la sociedad. ¿Con que finalidad? Avanzar con reformas estructurales que esta demandando el gran capital para inducir inversiones que le den dinámica al capitalismo argentino para un mayor crecimiento.

Por eso, pensar en una política antinflacionaria que no afecte a los sectores sociales de menores ingresos tiene que ver con cambios profundos del modelo económico, del modelo productivo y de desarrollo. Claro, eso no se lo puede pedir a las coaliciones que hoy gobiernan o disputan la gestión del capitalismo en la Argentina.


*Doctor en Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario y de la FCEJYS de la Universidad Nacional de San Luis, Presidente de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas, FISYP, e Integrante del Comité Directivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO (2006-2012). Integra la Presidencia de la Sociedad Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Crítico, SEPLA desde 2016. Director del Instituto de Estudios y Formación de la CTA, IEF-CTA Autónoma. Miembro del Consejo Académico de ATTAC-Argentina y dirige el Centro de Estudios Formación de la Federación Judicial Argentina.

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